Asumir el agotamiento de fondo para que, entonces,
tengan
espacio otros posibles.
Del
abandono. De lo agotado
Deleuze tiene un texto muy corto con un
personaje que llama el agotado. Su agotamiento se distingue por la fatiga del
“cansado”, porque este último se propone recobrar sus fuerzas para poder
continuar su marcha por el mundo. El agotado, por el contrario, ya no tiene
finalidad. Para él las palabras ya están muy codificadas, porque el lenguaje es
un territorio donde sólo funcionan los automatismos de la memoria, las
reacciones previsibles. El habla, entonces, no sirve. Hay que prestar atención
a los agujeros del discurso. Las voces que el agotado escucha son de otros y no
se logran distinguir, lejanas y ajenas. Es todo muy enigmático en la
descripción que realiza Deleuze.
Pero hay algo que sí pasa y que
concentra el interés, ciertas imágenes que de golpe advienen y desaparecen de
modo fugaz. Son imágenes incandescentes, que surgen como en una especie de
aparición, de repente. Imágenes que queman y se queman, se consumen porque son
pura intensidad, intensidades en estado puro. Son como visiones y el agotado es
una especie de vidente, alguien capaz de vislumbrar potencias que así como
aparecen también desaparecen.
Le Moindre Geste: “¿Tienes
dedos en los pies, o no? ¡Pues anda, camina entonces! ¡A caminar con los dedos
de los pies! ¡A caminar! ¡Porque si no caminas, vendrán mosquitos! Anda, vete
por ahí, a ver si estoy… pandilla de idiotas… ¡Silencio, por dios! ¿Me habéis
entendido? ¡Silencio!...”
Dar
sentido a un espacio
En eso se ha convertido esta
experiencia curatorial, al igual que Alain Badiou (cuando se pregunta acerca de
un poema de Mallarmé) no queremos interpretar, sino entrar en su operación: “La regla es simple: comprometerse con el
problema, no para saber de qué estamos hablando, sino para reflexionar qué es
lo que ocurre. Teniendo en cuenta que el poema es una operación, también es un
acontecimiento. El poema tiene lugar”.
Ese ha sido uno de los inicios del
dispositivo que hemos propuesto, un itinerario para recorrer, para actuar
generando por sí mismo otra serie discursiva de operaciones; operaciones que se
antepongan a lo obvio. Que nos interpele en nuestro escepticismo crítico frente
a las verdades de la transparencia.
Para ello, hemos resuelto este tránsito
como un laberinto; un laberinto al cual también se lanza Deligny cuando se
abandona a la realización colaborativa de esta película; sin fin, sin relato,
solo estando ahí.
No es el arte el que irrumpe en la vida sino
la vida la que irrumpe en el arte.
[4] Georges
Bataille, El erotismo, Tusquets,
2007.
¿de quién son las palabras?
En la primera escena de Le Moindre Geste (1962-1971), la mano de Yves Guignard (“un niño de
25 años”) traza dos figuras y unas líneas de intercambio (¿palabras?) entre
ellas, hasta que se siente cansado (“¡Mierda!”) y se detiene. Quizá una de esas
figuras representara, de algún modo, a Fernand Deligny. Sobre ese fondo, la voz
de Deligny afirma: “Certifico que [Yves] dice palabras que no son mías”.
Cualquiera podría pensar, como reconoce Deligny, que las palabras que salen de
la boca de Yves son en cualquier caso del propio Yves. Sin embargo, Deligny se
pregunta: “¿Por qué las palabras tendrían que pertenecer a alguien, incluso si
esa persona las dice?”.
En efecto, parece que hemos caído en un mundo de lenguaje. Un mundo (de palabras) que no
solo nos precede, sino que, como se repite desde el campo psicoanalítico,
vendría a constituirnos estructuralmente. Las palabras ya estaban aquí, y nos
hacen ellas a nosotros tanto como (y a la vez que) nosotros hacemos cosas con
ellas.
Por otro lado, las autores que han pensado acerca del
funcionamiento del poder en las últimas décadas han situado en el centro de la
discusión la noción de “discurso”. De este modo, con la inclusión del lenguaje
en la esfera del poder, no solo hemos aprendido a prestar atención al lugar
desde el que se habla, sino que el estatuto mismo del lenguaje ha sido
problematizado. Ahora ya sabemos que el poder no es solo un agente exterior que
nos dice qué podemos y qué no podemos hacer, sino que gracias a su dimensión
discursiva somos nosotros mismos quienes lo reproducimos. Con las palabras con las que estamos enredados y que nos atraviesan
construimos nuestra realidad y nuestros sueños.
¿Será tan fácil desenredarnos, desatarnos de las
palabras, como Yves desata los nudos de sus cuerdas (para volver a atarlos y
desatarlos de nuevo, una y otra vez)? ¿Será tan difícil?
En 1948, Deligny funda “La Grand Cordée”, una
asociación que acoge en “tratamiento libre” a adolescentes que son remitidos
desde instituciones psiquiátricas o de carácter social. “Cordée” (“cordada”) es
el término que designa a un grupo de alpinistas sujetos por una misma cuerda[1].
Entre 1968 y 1969, conforma una red de acogida de niños autistas en Les
Cévennes. Aquí, fuera de todo marco institucional, y a partir de la observación
de las formas de vida autistas (o “mutistas”, como también las llama Deligny)
re-crea un mundo que ya no está ordenado por el lenguaje. Donde las palabras (tal vez, o en una posible última instancia) ya no
son de nadie. En ese acompañamiento mutuo, que no se sostiene ni en el
lenguaje ni en la mirada (los niños autistas no hablan y no les miran), entran
en juego otros elementos, como una determinada noción de la imagen o de la
escucha que permite una forma de permanencia: “Ellos acabarían percibiéndolo /
que nosotros estábamos / ahí / cercanos / nosotros / de carne de sangre y de
hueso y tal vez / de otra cosa que no es lenguaje”[2].
Si entretanto o a
posteriori Deligny escribe acerca de estas experiencias, su discurso
siempre será un discurso desde la práctica o que, quizás, obligaría a otra
práctica del discurso. De esta forma, podría hablar de Yves Guignard como de
una “fuente inagotable de risas y de lágrimas”, en vez de hacer uso de la
formula “retrasado mental profundo”[3],
con la que lo definía el discurso médico de la época (apuntando a una
determinada realidad y no a otra), y actuar de acuerdo a ello. O, incluso, tal
vez escribiera porque quizá solo el lenguaje indique, en el límite, el momento
donde él ya no cuenta[4]. Por esto,
cada “tentativa” de Deligny respondía no tanto a un interés pedagógico como a
una forma de estar ahí.
[1]
Diccionario de la lengua española: <www.rae.es>
[2] Un
fragmento del texto de la voz en off de Deligny en la película Ce gamin, là (Ese chico de ahí), de Renaud Victor, escrito por el mismo Deligny.
En: Fernand Deligny. Permitir, trazar,
ver, MACBA, 2009.
[3] Le Moindre gest (1962-1971).
hartos de ser comprendidos
No
ha quedado demostrado, ni mucho menos,
que
el lenguaje de las palabras sea el mejor posible
Antonin Artaud
Comprender. Alabanza al verbo, la frase, la estructura transparente.
Reconocer una línea, pensarla, estudiarla, descomponerla hasta desgastarla. Ha
aparecido el genio.
¡Dejen de comprenderme! Abandono al azar, a lo espontáneo, al laberinto;
búsqueda de redes, disrupciones, inconexiones… Dejar de buscar. La atención
puesta en el gesto, en lo volátil, en lo microscópico. Dejarse entretejer en el
caos de lo incomprensible, de lo que es y no es, lo que pasa, lo que está
pasando, lo más diminuto sobre lo que dejamos que se fundan nuestros sentidos.
¡Dejen de comprenderme! Emerge un lugar, un espacio de tránsito, para
aquello que no se comprende, que desconcierta, que se desliza desde los
territorios más conocidos hasta los desconocidos, los que están por crear, los
que no dejan de crearse. Desconocido, inquietante, incomprendido… se ahoga, se
aparta, se margina, se excluye.
Y, sin embargo, parece imposible. Todo queda reducido a una estructura,
un enjambre de abejas, para así pretender que se comprende. Se comprende y se
perdona. Se normaliza.
¿Y si uno ya no quiere ser comprendido? Salir donde ya solo se transita,
dejarse invadir, inundar, atravesar… y compartir mínimos gestos.